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Idea de la República de Cuba.

Por Pablo J. Hernández González.

Una república tolerante llega a ser un rasgo significativo de Martí, en superación de toda pretensión unilateral de la justicia: el respeto a los individuos, el desechar los odios, la «indulgencia fraternal» contra los equivocados, estableciendo un formidable concepto: «Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra, ni la tiranía». Es la voluntad de considerar superables las contradicciones de origen, cultura y piel en la edificación del futuro isleño, aspiraciones a hacer «más fácil y amiga la paz en que han de vivir juntos padres e hijos». La supresión de las «amargas memorias» como rumbo fundamental de la república, fórmula transicional aplicada a cambios relevantes de este fin de siglo, encuentra aquí una respetable legitimidad.

Una de las más tempranas formulaciones de gobierno constitucional para Cuba fue de la autoría del exiliado abogado Joaquín Infante (1812), quien planteaba la división de poderes para conjurar los absolutismos fuente de todos los «inconvenientes ruinosos», equilibrando así las funciones del estado, donde la primacía recaería en el poder legislativo. Proclamaba la igualdad civil, pero su soñada república era aún selectiva, favoreciendo el estamento blanco criollo propietario, sin integración racial. Confería al poder militar particular presencia en la administración inicial de la república a fundar. En su opinión, el nuevo estado debía velar por el fomento de la agricultura comercial, asegurando sus rentas, como elemento estabilizador.

Diez años después, Félix Várela exponía su visión de la república, la política y sus posibilidades de autogobierno. Observaba que un pueblo no podía prosperar en tanto se mantuviera en aislamiento de las grandes corrientes de su tiempo, y que cualquier poder tiránico haría lo indecible para coartar la amplitud de miras de sus gentes, pues esta: «inspira siempre temores a sus amos, y aún el progreso de su riqueza, si bien le halaga por estar a su disposición, no deja de inquietarle por lo que pueda perder». Insiste en que el conocimiento es la clave de la libertad, y en que todo despotismo autocrático intentará evitar el conocimiento de los derechos y principios universales, añadiendo: «la ilustración, que siempre empieza por una pequeña llama, y concluye por un incendio que arrasa el soberbio edificio de la tiranía, ha conducido ya a los pueblos de América a un estado en que seguramente no quisieron verlos sus opresores. Tienen mucho que aprender, pero saben lo bastante para conocer lo que pueden prometerse a sí mismo y lo que pueden prometerles a un amo». Es un desafío franco a la política de prevenir la contaminación ideológica liberal practicada por Fernando VII. «No podrán cobijarse libertades -escribía entonces- donde prevalezca el control de las ideas, el engaño, la desmesura del poder en perpetuarse... un gobierno que premia la sumisión con la injusticia y hace de la generosidad un título de envilecimiento». Observaba que, en definitiva, las minorías contestatarias que afloran en los pueblos condenados a la mudez civil, no suponen que el resto se conforme con su suerte y no carezcan de ansias de renovación y cambio. Clarividente, alentaba a la moral de sus compatriotas añadiendo que ningún pueblo debe recabar de los extranjeros «lo que solo deben esperar de si mismos."

La generación de 1850 reconoció, aún en la provisionalidad de la expatriación, lo perentorio de perfilar y establecer las libertades civiles, el respeto de las personas y bienes, y que el país en su ejercicio soberano, debía aspirar a un sistema representativo, fundamento de una república constitucional. El proyecto esbozado por los conspiradores de Nueva York, Camagüey y Trinidad (1851) apuntaría a la delegación de poderes en representantes electos, quienes habrían de juzgar la conducta pública de los líderes libertadores. Subordinaba los personalismos en alzada a un cuerpo legislativo, algo excéntrico en un proceso que contaba con un apreciable componente de caudillismo, rasgo de la personalidad del polémico Narciso López.

Céspedes (1868) apuntaba los principios básicos de la república cubana: «no puede estar privada de los derechos que gozan otros pueblos, y no puede consentir que se diga que no sabe mas que sufrir». Tal estado erigiría sobre principios indiscutibles: la igualdad civil, tolerancia política, respeto a las vidas y bienes de todos los habitantes, sufragio universal; en definitiva: «la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre un país culto y civilizado». Definiendo como sujeto de la autocracia al que: «no puede pedir remedio a sus males, sin que se le trate de rebelde, y no se le concede otro recurso que el de callar y obedecer.»

La constitución de 1868, fiel a estos fundamentos, escindía los poderes, creando una asamblea legislativa que encarnara la nación, limitaba explícitamente las atribuciones del primer mandatario, representado en el poder judicial autónomo, como garantía de la igualdad de todos los ciudadanos, como las libertades de pensamiento, opinión, reunión, palabra y creencias. El culto a esos conceptos doctrinales, antítesis de las aspiraciones de ambiciones personales, quedó expresado por Antonio Maceo (1877), al considerar que el principio básico de la república era el respeto a las leyes y sus representantes: «para satisfacer las aspiraciones del pueblo no es necesario autorizar la desobediencia al Gobierno constituido y las leyes», en una de las más lúcidas vindicaciones de la responsabilidad civil en nuestra historia.

La idea republicana de las libertades no dejó de ser defendida por el autonomismo, así el Partido Liberal Autonomista (1878) en su programa estimaba que toda reforma política en la Isla, cualquier solución negociada con el poder imperante, debía enfatizar «las libertades necesarias». Cualquier propuesta de cambio sólo sería fructífera si las garantías de expresión, asociación, la integridad de las personas, sus bienes, correspondencia, libertades religiosas y de enseñanza fueran reconocidas. La moderación autonomista en cuestiones políticas no dejaba de ser explícita y contundente en este punto, soslayando considerar un sacrificio táctico de los principios.

La suprema definición de la república es martiana, sin lugar a dudas. En el manifiesto de Montecristi (1895), fluye libertaria, con propósitos precisos; «hijos del juicio y ajenos a la venganza», «conteniendo en conmovedora y prudente democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba». En absoluto es exclusivista, o sectaria, la idea de la república niega cualquier filiación de grupo, secta o partido. Está impuesta de un sentido de tolerancia, cuando afirma no pretender «la humillación siquiera de un grupo de equivocados cubanos». Disciplina, experiencia y voluntad de «la congregación cordial de los cubanos de más diversos origen», vienen a ser sus divisas.

Una república tolerante llega a ser un rasgo significativo de Martí, en superación de toda pretensión unilateral de la justicia: el respeto a los individuos, el desechar los odios, la «indulgencia fraternal» contra los equivocados, estableciendo un formidable concepto: «Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra, ni la tiranía». Es la voluntad de considerar superables las contradicciones de origen, cultura y piel en la edificación del futuro isleño, aspiraciones a hacer «más fácil y amiga la paz en que han de vivir juntos padres e hijos». La supresión de las «amargas memorias» como rumbo fundamental de la república, fórmula transicional aplicada a cambios relevantes de este fin de siglo, encuentra aquí una respetable legitimidad.

Las constituciones de 1895 y 1897, sustentadoras de la personalidad de la República en Armas, ratifican estos principios: la constitución de un estado soberano, desligado de la monarquía borbónica, exento de ira o venganza, fundado en el voto universal para instaurar su autoridad; la de la separación de los poderes públicos; el respeto a los derechos civiles ciudadanos, la decisión formal del territorio, ciudadanía; las garantías de integridad personal, opinión religiosa, correspondencia; inviolabilidad domiciliar, libertad de emisión de ideas, asociación, igualdad jurídica. En todo caso, ambas constituciones serán provisionales, en tanto se obtuviera la independencia y se preparara en Cuba el establecimiento de una república democrática. Logrado este objetivo, el gobierno en armas cesaría, sentando las bases para establecer: «El Gobierno definitivo de Cuba, formado por todos los cubanos y para todos los cubanos», como advertía el último presidente mambí, Bartolomé Masó, en octubre de 1898.

San Juan, Puerto Rico, 2000. arriba

 

 
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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso