EL MUSEO ANTROPOLÓGICO MONTANÉ: AYER, HOY Y MAÑANA.

Por José Ramón Alonso Lorea.

Nadie mejor que Ramón Dacal Moure y Manuel Rivero de la Calle para presentarnos al Dr. Montané: “En 1891, podemos decir que la arqueología que formaba parte de la antropología resurge en nuestro país con las investigaciones de un cubano formado en la Universidad de la Sorbona de París -como médico y antropólogo- por figuras de eminente calificación mundial como Paul Broca, Ernest T. Hamy y Armond de Quatfages. Este cubano fue Luis Montané y Dardé.

“Este científico, profesor de la Universidad de La Habana (…) realizó la primera excavación arqueológica de gran tamaño que se efectuara en nuestro país (…) estableciendo por primera vez para las comunidades aborígenes de Cuba la existencia de grupos que practicaban la deformación craneana; y de otros que no tenían estas prácticas” (Dacal y Rivero, 1986, p.31-32).

Con hallazgos arqueológicos como estos, este ilustre y noble hijo de las ciencias cubanas fundó, hace casi noventa años, una de las más importantes instituciones culturales que, con carácter nacional, contribuyó a prestigiar a nuestra Habana con una imagen de ciudad moderna e instruida: el Museo Antropológico de la Universidad de La Habana. Museo que posteriormente llevara su nombre y la gloria de un binomio perfecto: Antropológico Montané. Esta institución, que agrupó en su seno destacada intelectualidad científica y cultural de la nación cubana durante buena parte de su historia, es el objetivo que hoy nos ocupa.

Nos duele decir, noventa años después de la creación de este tan importante espacio expositivo, que palabras como prestigioso, nacional, cultural, así como las de institución o museo, que se aplican al Museo Antropológico fundado por Montané, son hoy entes cadavéricos, ojerosos y anémicos que arrastran sus etéreos pies en la empolvada atmósfera de un aula de la Facultad de Matemáticas (?)  de la Universidad de La Habana, donde mustios y entristecidos miran antaño dioses del panteón indiano y piedras que señorearon en la península de punta acabo y de costa a costa durante más de siete mil años, al olvido presente de una etnicidad de sólo medio milenio. La total falta de recursos económicos, la cortedad de su sala y su extraña ubicación facultativa, son evidentes. A pesar de la bien intencionada división cultural de las piezas arqueológicas que atesora y de las obras de un arte indígena mayor, no pasa de ser un gabinete a manera de almacén, de aquellos que formaron la base de una historia de la museística, totalmente ajeno a las más novedosas técnicas y criterios contemporáneos de un museo nacional de antropología y de artes prehistóricas, totalmente ajeno al concepto de vanguardismo científico que preconizara su fundador el Dr. Luis Montané.

Sin embargo, el valor histórico-cultural que encierra el Museo Antropológico Montané, como espacio de exposición, se nos muestra a través de sus muchas facetas. Ya sea desde la propia condición pionera de su fundación (está entre los primeros museos que se constituyeron en Cuba y en la América toda), así como de su labor de estímulo para la creación de otros museos con este carácter. Según Dacal y Rivero, “desde la fundación del Museo Antropológico Montané en 1903, hubo en nuestro país una corriente hacia la creación de museos de arqueología. Algunos quedaron en simples colecciones que eran poseídas por personas cuyo interés se centraba en el simple afán del coleccionista.

“De estos coleccionistas hubo varios, sin embargo, que habiendo comenzado como simples coleccionistas de piezas, se convirtieron en estudiosos de nuestra arqueología prehistórica y crearon locales que fueron centros del afán arqueológico en distintas regiones de nuestro país” (1986, p.36-37). Tales fueron las colecciones de García Feria en Holguín, del Museo Banis en Banes, del grupo arqueológico Caonao o del grupo Guama entre otros.

A través de su historia, el valor docente del museo se muestra como una constante (hoy tristemente decrecida). De manera indirecta, por una parte, influyendo en la creación de otros centros de investigación y conservación de los bienes culturales indígenas como bien se muestra en la cita anterior. Esta situación frenaba, en alguna medida, la constante salida del país de dichos bienes culturales. Por otro lado, el Museo, al estar vinculado a la cátedra de antropología de la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana, propiciaba el trabajo docente directo sobre los educandos.

Sin embargo, en la actualidad, la actividad docente no se hace notar. Poca o ninguna relación se establece entre éste y las otras facultades del propio centro universitario. Hemos detectado que, en la facultad de Artes y Letras, en la especialidad de Historia del Arte, sólo se han realizado, hasta el año 1991, dos trabajos de diploma que investigan la temática precolombina cubana y un tercero para el precolombino de Costa Rica, según consta en la biblioteca de dicha facultad. Algo contradictorio y muy preocupante para una escuela que está formando nuestros historiadores del arte. Sin dudas, ni el profesorado, ni la institución universitaria, ni el Museo Antropológico universitario, han podido crear estímulos académicos que promuevan dichos estudios.

En la actualidad, con el curso introductorio de Plástica del Caribe -bajo el magisterio de Yolanda Wood-, y de los cursos de arte y prehistoria respectivamente de Esteban Maciques Sánchez (conservador) y Pablo Hernández González (historiador), ambos del propio Museo Antropológico, parece entreverse un nuevo panorama favorable a estas investigaciones. De la misma manera dos nuevos trabajos de diploma recién se presentaron en 1992. Hechos que apuntan hacia futuras modificaciones de las valoraciones críticas que he emitido hoy con respecto al funcionamiento docente de las instituciones citadas.

En los textos y conferencias, clases y postgrados de profesores dedicados al estudio del arte cubano, salvo honrosas excepciones, no se menciona ni por asomo el tema de las artes aborígenes. E incluso, una gran mayoría de estos dos grupos (estudiantes y profesores) y ello extendido a todas las facultades, desconocen la existencia del Museo Antropológico Montané de la UH. Qué decir, además, de las jornadas y otras actividades científicas y culturales universitarias, donde la cultura indocubana “brilla por su ausencia”.

Qué esperar entonces de esa gran parte de la población que no ha alcanzado siquiera traspasar las fronteras cognitivas de este centro universitario si, a todo lo anterior, se suma la limitada publicación de textos que aborden este conocimiento, siendo su impresión muy corta en número de ejemplares con pésima o ninguna ilustración, o permanecen inéditos, en papeles mimeografiados sólo (y no siempre) al alcance de los especialistas.

Dos libros de Historia de Cuba editados en los años 70 para nuestras escuelas -uno de Julio Le Reverend y con la colaboración del arqueólogo José M. Guarch y otro de Fernando Portuondo- incluyeron en su primera unidad amplia información escrita y grafica sobre el tema. Sin embargo, no se les dio el uso debido por cuanto no se explotó esta información y con los cambios ocurridos posteriormente en los programas de enseñanza se editaron, sustituyendo a aquellos, nuevos manuales de menor calidad informativa e incluso con errores.

No se publican sistemáticamente estudios que aborden la problemática estética del arte aborigen. Es decir, análisis que trasciendan la mera descripción de una pieza arqueológica. Sobre este aspecto planteaba el arqueólogo cubano René Herrera Fritot: “De su técnica de hechura, del nivel artístico que expone en su diseño o estilización, de su variación intrínseca hacia otros tipos, o la inversa, de donde deriva, poco se dice en realidad” (1964:10). Todavía hoy, en los eventos y simposios sobre estudios del arte cubano, no se ha incluido el tema de nuestro arte prehistórico. Aún no logra superar los tradicionales marcos de los eventos arqueológicos.

No cabe dudas de que la falta de una visualidad museística nacional genera todas estas carencias.
Los exponentes del arte indígena, que atesora el Museo Antropológico Montané, tienen una importancia histórico-cultural de extraordinaria envergadura. Significación que está dada por una doble condición: de una parte, por el valor intrínseco de la pieza colectada, es decir, su importancia cultural, científica, étnica -vale recordar que muchas de las obras indocubanas que heredamos, resultan atípicas dentro del concierto de piezas aborígenes antillanas, tanto por sus características formales, como por el concepto mitológico que encierran. La excelente calidad de estas piezas hizo exclamar a Herrera Fritot de la siguiente manera: “Ese grado de cultura de las Grandes Antillas alcanza un auge tal en el ultimo periodo de la fase agrícola o cerámica (…) tanto en la plástica de vistosa ornamentación como en la talla pétrea, que puede parangonarse, sobre todo esta última, con las hechuras manuales de las civilizaciones precortesianas de Colombia, del Istmo, de Mesoamérica y de la gran meseta del Anahuac, superando ampliamente en tipos propios, en material mineralógico escogido, en técnica, en estilización y en arte, a cualquiera de sus pueblos progenitores, araguacos u otros ‘Brasílidos’, de la zona nordeste de Suramérica” (1964, p.10).

De otra parte, en el caso de las colecciones estatales, por el valor histórico del donativo, por el hecho mismo de la entrega de la obra arqueológica a los fondos del museo, que relaciona a una serie de personalidades importantes de la cultura cubana con las colecciones: Don Miguel Rodríguez Ferrer, Luis Montané, Carlos de la Torre, Antonio Cosculluela, Herrera Fritot, García Robiou, entre tantos otros. Estos hombres -en un tiempo en que la arqueología era privada- donaron sus piezas con el afán de ver en su país un Museo Antropológico Nacional que conservara y valorara estos primeros exponentes de nuestra cultura, para que, saliendo del marco de una colección privada, constituyeran fuente de información, inspiración y disfrute para artistas, investigadores, científicos y pueblo en general.

En septiembre de 1937, por su condición primada en los trabajos de arqueología y antropología en Cuba, así como por su constante preocupación por la selección y conservación de nuestros valores culturales indígenas y de su divulgación, difusión y circulación, fue el Museo Antropológico Montané la sede del acto de constitución de la Comisión Nacional de Arqueología. Entidad que en 1941 recibe el nombre de Junta Nacional de Arqueología y Etnología. Evidentemente los campos de la investigación se iban perfilando y ajustando a los nuevos requerimientos científicos. Esta Junta, al decir de Dacal y Rivero, sirvió como centro de control, organización y divulgación desde su fundación hasta diciembre de 1962 cuando surge, fundado por el Dr. Antonio Núñez Jiménez, el Departamento de Antropología de la Academia de Ciencias de Cuba. Departamento con una proyección investigativa de nuevo tipo, marxista-leninista, y propiciando la creación de una arqueología profesional, es decir, “se inicia la formación de un grupo que se iba a dedicar a estas disciplinas a tiempo completo” como aseguran Dacal y Rivero (1986, p.39).

Sin embargo, el Museo Antropológico Montané quedó ajeno a este desarrollo. Dejó de ensancharse su colección, se interrumpe la donación de piezas arqueológicas por parte de instituciones estatales y coleccionistas privados y nunca creció su espacio expositivo. Se oscureció el trabajo de divulgación y comenzó a pasar inadvertido para los medios de difusión masiva, tanto en el orden cultural como en el científico.

Tómese en cuenta que hoy el Museo Montané es un espacio con falta de seguridad y acondicionamiento, que consta de sólo una sala donde se expone una mínima parte de su valiosa colección. Irónicamente, la amplísima colección de la Academia de Ciencias de Cuba (la de nueva creación bajo los auspicios de la Revolución) se encuentra en bóvedas, donde el acceso a la misma queda extremadamente limitado Algunos valiosísimos ejemplares de esta colección se exponen, en calidad de préstamo, en un pequeño espacio del Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Más de 250 museos provinciales y municipales existen en toda la nación cubana que, en su gran mayoría y con criterios museográficos poco idóneos, dedican espacio a las colecciones indocubanas. Tales son, entre muchos: en Holguín, el Departamento Centro-Oriental de Arqueología de la antes ACC y los museos de la Periquera y Baní; en Santiago de Cuba, el Museo de la Universidad de Oriente y el Bacardí. Tomemos en cuenta también la existencia de algunas colecciones privadas.

Como vemos, las obras de las artes indígenas de Cuba sufren en la actualidad de una atomización en cuanto a su proyecto museable. Situación que nos retrotrae nuevamente a las notas de la historiadora del arte cubana Anita Arroyo: “Lástima grande que la indiferencia del cubano por conocer sus más remotos orígenes y la absoluta ineptitud de los gobiernos que hemos padecido, que han ignorado totalmente esta fuente de cultura y hasta la utilidad económica que de estas investigaciones podría derivar si las organizara debidamente y se crearan museos que atrajeran al turista, hayan hecho que permanezca todavía sin el menor apoyo oficial estas magníficas colecciones y otras muchas que hoy se encuentran diseminadas por nuestro país” (1943:54).

Se hace necesario entonces clasificar y seleccionar las piezas representativas de todas esas colecciones para conformar, dentro de una sola muestra con carácter nacional, toda la diversidad de temas y estilos que ha legado nuestro pasado indígena al patrimonio nacional cubano.

Para saber quiénes somos, debemos conocer una de nuestras más ricas raíces culturales. Esos primeros cubanos, quienes habitaron durante más de siete mil años este archipiélago, dieron perdurable nombre a nuestra tierra y a cientos de sus accidentes geográficos, se alimentaron de sus frutos y peces, fumaron su tabaco y se mecieron en el algodón de sus hamacas para dormir la siesta de su casabe y meridiano sol. El cubano de hoy debe conocer que existen en Cuba valiosas colecciones de objetos aborígenes de elevada factura artística, que demuestran con creces la facultad creativa y el sentido estético de aquellos cubanos del pasado.

Al respecto, el crítico de arte cubano Gerardo Mosquera anotaba que: “El más remoto pasado de la plástica cubana no es el de los artesanos europeos que a comienzos del siglo XVI se establecieron en las villas nacientes. Tampoco el de la alfarería, la escultura y la pintura de los indios Taínos. Es uno aún más subestimado, al extremo de que casi se le ignora fuera del ceñido medio de los arqueólogos o, por contrapartida, en el caso de alguna manifestación espectacular, del muy amplio del periodismo pintoresquista. Me refiero a las tallas y a las pinturas de los primeros pobladores de nuestro archipiélago, aquellos indígenas de origen enigmático que no conocían la agricultura ni la cerámica, pero que fueron los primeros en hacer arte en Cuba (...) La plástica de estos hombres es la más llena de misterio de todo nuestro patrimonio cultural” (1983:15).

Es hora de aunar voluntades para darle al Museo Antropológico Montané lo que por derecho e historia le corresponde: el apoyo necesario para que se convierta en una institución verdaderamente nacional que contribuya a la preservación, valoración y enriquecimiento del patrimonio artístico aborigen. Una institución que siga prestigiando a nuestra ciudad y a la nación en su integridad. Este Museo nacional debe implementar un modelo de enseñanza sobre esta zona de nuestra cultura artística y que promueva los estudios acerca de la tradición primera de nuestra conformación étnica. El Museo Montané como una entidad cultural que permita, a través de una vasta colección dignamente presentada y bien custodiada, enseñar que nuestra producción artística se remonta no a la llegada de los primeros artesanos en el momento de la conquista y colonización hispana, como tradicionalmente y de forma bastante generalizada todavía hoy encontramos en la bibliografía docente, sino a la antigua fecha de antes de nuestra era.

Decía un prehistoriador español de forma muy bella que la nación “es un río, cuyo cauce es el territorio, y sus aguas los habitantes que en el viven. Como al río, da unidad en el tiempo y en el espacio, el cauce, pues las aguas no son iguales ni las mismas, en dos momentos ni en dos lugares; y sin embargo el río es uno en toda su extensión y en todo instante. Así a la nación le proviene la unidad, de la persistencia del territorio a lo largo de los siglos” (Cosculluela, 1925, p.5). De esta forma, nuestra nación, nuestro territorio y nuestros habitantes, es un río que encauza sus aguas desde mucho mas allá del oleaje de la oración católica, y en el sustrato de su cauce la arqueología encuentra la revelación de sus cantos iniciales.

Cantos iniciales que, con una adecuada preservación y convenientes medidas de seguridad (hecho que no se materializa respecto a ninguna de las muestras que se exponen), se debieran exhibir en un Museo Antropológico con las técnicas modernas del montaje y mobiliario museístico, de manera que facilite la más correcta visión y estudio de la obra prehistórica.

Y es que no sólo basta con enfrentarse al criterio eurocéntrico de descubrimiento de Cuba, argumentando un encuentro, descubrimiento mutuo o “topetazo” entre culturas material e ideológicamente diversas, para con ello dignificar la presencia de una cultura indígena, si además no levantamos el andamiaje expositor de un renovado Museo Antropológico Montané, que dará la prueba que sustentará al discurso teórico.

La presencia de la huella aborigen en la cultura cubana contemporánea es un hecho cierto. Mas allá de la toponimia y del lenguaje, así como de ciertos menajes domésticos, se hace necesario husmear de forma comparativa en la mitología y ritual indios y en la de nuestras poblaciones rurales actuales. Como también en aquellos elementos de supuesta “africanidad” que no encuentran sus antecedentes en África, ni en la España católica, y que sí pudieran tener puntos de contacto con la cultura aborigen en franca extinción, que le cediera sus más caros valores. Ello inmerso en un fenómeno caracterizado por la búsqueda de un trascendentalismo de corte espiritual por parte del aborigen, como efecto de un eventual aniquilamiento físico y de mutilación cultural, ante la embestida del herraje español.

En ello, este renovado Museo Antropológico Montané, con una muestra integral de la producción material indocubana, jugaría un importante papel en los estudios de intercambio e integración entre las diferentes culturas conformadores de nuestra etnia.

Este museo nacional Antropológico Montané, situado en nuestra ciudad, con edificación independiente, podría ser una de las entidades con mayor potencialidad de explotación turística del país. La colección de arte aborigen (en estos momentos tan dispersa), si estuviera reunida, organizada, seria uno de los atractivos de mayor impacto para el turismo que nos visita. Ejemplos de estas instalaciones modernas para el turismo científico, y pueblo en general, lo podemos encontrar en muchos y variados museos arqueológicos y antropológicos que se destacan en diferentes capitales del mundo.

Si nos preguntaran cómo llevar a cabo la propuesta, responderíamos a través de unas notas que años atrás publicó Armando Maribona, periodista y caricaturista cubano, en su libro Turismo y Ciudadanía: “es preciso organizarlo con un criterio absolutamente opuesto al que nos obstinamos en ofrecer al extranjero visitante: carreras de caballo, paseos “artísticos” y atracciones fugaces inferiores a las de otras ciudades competidoras de las nuestra en la captación de la multitud flotante” (1943). Esta cita nos hace pensar en cuánto debemos mirar hacia nosotros. La propia Anita Arroyo refiriéndose al mismo hecho aseguraba, en ese mismo 1943, cómo se ha ignorado totalmente “la utilidad económica que de estas investigaciones podría derivar si los organizara debidamente y se crearan museos que atrajeran al turista” (1943, p.54).

Un análisis del pasado nos ayuda a reflexionar sobre el presente, y proyectarnos al futuro. Estamos obligados, es un deber, a valorizar y velar por la preservación y disfrute de esta herencia cultural de la forma más conveniente y respetuosa. Por eso, con las palabras de la Arroyo concluimos: “Lastima grande, repetimos, que el estado no reúna en un solo Museo Nacional, aun por construir y realizar, todos los aportes dispersos … con lo que contribuiría de un modo efectivo a que se conservara íntegramente el valioso acervo cultural de nuestra civilización indígena (1943, p.55).

Fuentes

ALONSO Lorea, José Ramón (1989): “Para redimir la huella de una cultura”. Ponencia presentada en el Primer Encuentro Teórico sobre el Arte del Tercer Mundo, auspiciado por el Centro Wifredo Lam, Ciudad de La Habana, Cuba, 1989.
ARROYO, Anita (1943): Las artes industriales en Cuba. Cultural S.A., La Habana.
COSCULLUELA, José Antonio (1925): “Discurso”, La Habana, Cuba.
DACAL Moure, Ramón y Manuel Rivero de la Calle (1986): Arqueología Aborigen de Cuba. Editorial Gente Nueva, C. de La Habana.
HERRERA Fritot, René (1964): Estudio de las hachas antillanas. Departamento de Antropología, Comisión Nacional de la ACC.
MARIBONA, Armando (1943): Turismo y Ciudadanía, La Habana, Cuba.
MOSQUERA, Gerardo (1983): Exploraciones en la plástica cubana. Editorial Letras Cubanas. La Habana.

La Habana, 1992
Ponencia presentada en el Simposio de la Cultura Ciudad de La Habana, 1992.

arriba

 

 
Arqueología y Antropología
Arte Rupestre
Artes Aborígenes
Arte y Arquitectura
Literatura
Historia
Música
Museo y Exposiciones
Política Cultural
Libros
Sobre el autor
 

 

© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso