Al compás del mercado.

Por Dennys Matos Leyva.

En estos momentos es difícil dar una definición categórica de qué debe ser o no considerado como arte. Postura lógica si se tiene en cuenta que desde la antigüedad son ya muchas las definiciones sobre este punto elaboradas por historiadores, teóricos y críticos de diferentes esferas dedicadas al estudio e investigación del arte. Un denominador común a todos estos conceptos es el hecho de ser desbordados por las propias normas del campo de producción artística. En otras palabras, quedarán desactualizados frente a las nuevas realidades socioculturales que se imponen a la reflexión estética.

Del mismo modo se puede observar que el error más persistente es no considerar el arte como un concepto dialéctico, asociado a la historia y evolución de la sociedad en sus distintos estadios, sino como algo estático, cuyos rasgos de contenido están marginados y alienados de la dinámica sociocultural.

El concepto o definición de arte no se acoge a patrones o cánones predeterminados, más bien depende de postulados con un alto índice de subjetividad, precisamente por su problemática relación con un momento histórico y sus características socioculturales. Esta subjetividad distintiva de los activos artísticos condicionan tanto su producción como circulación y consumo, y por consiguiente, resulta el obstáculo fundamental con que tropieza cualquier propuesta de análisis sobre este mercado.

En este sentido, el acercamiento debería comenzar no tanto por preguntarse qué se considera obra de arte, sino sobre todo cuándo ésta es reconocida socioculturalmente como tal. La respuesta lleva a la conclusión de que en el mercado del arte los mecanismos de oferta y demanda se comportan de forma diferente a como sucede para el resto de los mercados. Porque la oferta de obras, debido a los criterios subjetivos que se manejan, es en realidad superior a la que generalmente se considera a los efectos de mercado. Se trata de un hecho que cuestiona la eficacia de los métodos dirigidos a cuantificar el volumen de las ofertas en circulación, e intentar deducir los parámetros de su valor efectivo.

Entonces, ¿existe algún modo de saber el valor de una obra de arte? Hay señales que nos pueden indicar hasta cierto punto el valor de una determinada obra. Bueno es reconocer que el mercado del arte se forma desde las instancias legitimadoras del campo de producción artística, y no desde el mercado, de ahí su estabilidad como activo y fuente creciente de valor.

Ahora bien, la cotización de una obra en el mercado viene dada por la distinción que ésta haya conseguido dentro del proceso institucional del arte. Es decir: la profundidad en que la obra ha logrado calar las instancias de legitimación artística y el reconocimiento adquirido dentro de este circuito, en el que intervienen la historia del arte, los museos, la crítica y teoría estética, así como galerías, exposiciones, bienales, becas, fundaciones culturales y proyectos artísticos. Dichas instancias son las encargadas de autentificar e imponer los valores específicos representados por una determinada creación o grupo de creaciones.

También el curriculum es un excelente medio para hablar, por un lado, de la medida en que el artista se ha establecido en los circuitos del arte y, por otro, del recorrido que experimenta su obra hasta llegar a consolidarse.

En pautas generales, dicho recorrido relaciona el grado de legitimación del artista con las características del tipo de mercado. De este modo, un artista que recién se da a conocer y adquiere un capital simbólico distintivo de su obra, se mueve en un mercado inicial o primario, cuyo índice de consumo no rebasa las fronteras locales y nacionales. Asimismo, el precio, la circulación y la distribución de la obra no se comportan de igual forma cuando el artista ha adquirido legitimación internacional por medio del sistema institucional del arte.

Llegado el punto en que el artista ya está consagrado (en la actualidad, sobre todo a través de los circuitos de bienales, museos y galerías), la producción y circulación de su obra -que en la fase inicial se amplía en virtud de "darse a conocer"- se contrae y pasa a ser gestionada por un marchante, como regla general, y divulgada y vendida por una galería. Sin olvidar que, por ejemplo, Andy Warhol era literalmente una factoría de arte en etapas en que sus obras alcanzaban altas cotizaciones, ni que Julian Schnabel era prolíficamente productivo. Aun así, sus obras batieron récord de precios en medio de la furia consumista que a lo largo de los ochenta y principio de los noventa se apoderó del mercado del arte.

Por otra parte, la muerte de un artista no es por sí sola un valor añadido a su obra, antes ésta debió ser legitimada por las instancias institucionales del arte, que recompensan con el reconocimiento en los altos circuitos del mercado. En este caso se habilitan dos segmentos de mercado: uno que responde a una oferta total fija en el tiempo (el artista desaparecido deja un número de originales limitado que corren el riesgo de "acabarse"), y otro, a una oferta variable en dependencia de circunstancias específicas.

Por eso, en la venta de un cuadro de Picasso o Basquiat hay un precio de salida que informa del volumen total de las obras producidas por estos autores, pero si en plena subasta -como ha sucedido muchas veces- se producen desafiantes pujas entre alemanes y japoneses, por ejemplo, al exacerbar la demanda los precios pueden dispararse hasta límites insultantes. Ello evidencia una vez más la versatilidad y solidez del mercado artístico actual, que sólo pueden verse seriamente afectadas en caso de grave crisis económica. Pero, incluso en estos casos, tras considerar los períodos que atraviesa cíclicamente el capital, no llegan a ser tan devastadoras con la circulación y consumo del arte como pueden serlo los conflictos bélicos.

La primera guerra del golfo, hace ya más de una década, constituyó un ejemplo palpable de este fenómeno. Sin embargo, el desplome de los precios del arte tal vez no fue tan masivo ni tan despiadado como el causado por los ataques terroristas del 11-S en Estados Unidos, de los que todavía se arrastran secuelas. arriba

 

 
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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso