República Dominicana. La modernidad en arte y arquitectura.

Por José Ramón Alonso Lorea.

A raíz de los viajes de estudio que algunos artistas realizan a Europa y los Estados Unidos, hacia los años veinte llega la modernidad a las artes plásticas dominicanas.

El primer aire de modernidad.

Celeste Woss y Gil (1891-1985) será la iniciadora de esta corriente de renovación. Asimila las formas pictóricas postimpresionistas, y realiza una pintura de rescate de valores dominicanos, al resaltar el carácter mestizo de su cultura: los desnudos femeninos que aparecen en los cuadros de Woss y Gil, enfatizan el ingrediente mulato como nunca antes se había realizado. En 1924, esta artista inaugura una academia de dibujo y pintura, donde introduce el uso de modelos vivos, renovación de la enseñanza artística que es consecuente con los postulados de los artistas modernos de aquellos años. Woss y Gil introduce el primer aire de modernidad en la pintura dominicana.

Ya en los años treinta, y dentro de esta línea de indagación y búsqueda de un lenguaje de vanguardia, se incorpora la obra de pintores como Jaime Colson (1901-1975), de Yoryi Morel (1901-1978) y de Darío Suro (n.1917). Haciendo suyos los códigos del vanguardismo europeo, estos artistas se muestran interesados en captar determinadas realidades de su país. Y es cuando entran al espacio pictórico, y con un sentido de afirmación nacional, las alegorías históricas, los tipos nacionales, raciales, y el folklore del país. Por su parte, las referencias geográficas en los cuadros aportan una nueva lectura, si se quiere caribeña, dada por una nueva forma de trabajar la luz y el color.

Colson, con un estilo que según algunos críticos puede llamarse surrealismo neoclásico, fue el primero que transformó la pintura dominicana: obvió la realidad académica del arte por la búsqueda de los auténticos valores de la tradición. Su obra, con un marcado acento afrocaribeño, muestra la figura de sus negros y mulatos con una monumentalidad y fuerza expresiva inquietantes. Su colorido y énfasis en la tipología racial influyó en la creación de una escuela dominicana de pintura. Morel, con un lenguaje de corte impresionista, retratará al hombre de campo y al paisaje mismo, con todo lo que ello conlleva: el tabaco, el gallo de pelea, las fiestas campesinas, el bohío criollo... y la luz del trópico que cubre toda la composición de su obra. A veces se le ha considerado un pintor costumbrista con un particular lenguaje impresionista. Suro, por su parte, tomará de la escuela mexicana la monumentalidad de las figuras, el testimonio dramático, y el énfasis -al igual que Colson- en el aspecto racial. Colson, Morel y Suro -al decir de la crítica- “comienzan a trabajar de frente el hombre, el paisaje y el habitat dominicano” (Miller).

La liberación del arte dominicano de las ataduras académicas.

Tres hechos fundamentales marcan las pautas artísticas de la década del cuarenta: por un lado, la llegada al país de varios artistas -pintores, escultores, grabadores- y profesores europeos que huyen de la guerra. Por otro lado, la presentación de la I Exposición de Artes Plásticas, organizada en 1942 por el Dr. Díaz Niese. Y en tercer lugar, la apertura de una Escuela Nacional de Bellas Artes en este mismo año.

La llegada de estos artistas y profesores europeos constituyó un acontecimiento de enorme significado para el arte de República Dominicana. Con una formación de muy alto nivel -lograda en los centros artísticos de Europa- ellos se integraron a la vida cultural del país, aportando a ésta el legado de muy diversas modalidades del arte moderno. Junto a los artistas dominicanos, participaron tanto en esa primera exposición de arte que organizó Díaz Niese como en la promoción de dicha Escuela de Bellas Artes.

Por su parte, esa “primera exposición” constituyó la liberación del arte dominicano de las ataduras académicas. Niese fue el verdadero orientador del arte moderno en el país, puso -al decir del pintor Suro- “el arte moderno en el sitio que le correspondía”.

Finalmente, la antes mencionada Escuela de Bellas Artes, al graduar a una importante promoción de pintores y escultores, aseguró la sucesión de movimientos pictóricos con sentido de renovación: Gilberto Hernández Ortega (1924-1979), Marianela Jiménez (n.1925), Clara Ledesma (n.1924), Nidia Serra (n.1928), Luis Martínez Richiez -Martínez Luichy- (n.1928), Antonio Prats Ventos (n.1925)...

A través de las más disímiles estéticas vanguardistas de su momento -expresionismo, cubismo, surrealismo-, estos creadores, en un proceso de síntesis, traducen al espacio limitado de la obra de arte, la vida y el pensamiento dominicano. La herencia africana es recreada por los lenguajes expresionistas y surrealistas, siendo la acción integradora de lo tradicional y lo moderno la premisa sustantiva. Vale destacar la fantástica integración del hombre y la naturaleza en los códigos barrocos de Gilberto Hernández: una estética que se mueve dentro de los resortes de la magia y el drama; la fabulación en las obras de Clara Ledesma, con el golpe de efecto visual de sus figuras esquemáticas; la espiritualidad en las esculturas de Antonio Prats; o el encantamiento en las tallas de figuras totémicas de Martínez Luichy que parecen apresar el poder de la magia. Esta generación consolidó la auténtica plástica moderna dominicana iniciada unos años antes por Colson, Darío y Suro.

La abstracción como sostén de inquietudes político-sociales.

Hacia los años cincuenta, los artistas que surgen -Eligio Pichardo (1930-1984), Paul Giudicelli (1921-1965), Ada Balcacer, Domingo Liz (n.1931), Fernando Peña (n.1928), Silvano Lora (n.1931), Guillo Pérez (n.1926)...- abogan por los lenguajes abstraccionistas, fundamentalmente las variantes geométricas. Siendo el expresionismo figurativo y geométrico, muchas veces brusco, la tendencia más generalizada. La decisión de cambiar el modo expresivo se avala, no sólo por el deseo de renovación plástica. En este cambio tiene que ver también la radicalización de las posiciones políticas del gobierno de Trujillo. En estos años se hace difícil el poder expresar las inquietudes políticas y sociales con otro lenguaje plástico que no sea el expresionismo agresivo. De modo que la abstracción, entonces con mucha fuerza en los Estados Unidos, encuentra todas las posibilidades de desarrollo en la República Dominicana. Muchos de los artistas de esta hornada integran ese exilio voluntario con sede en diversos capitales, desde Nueva York, hasta París, Madrid y Londres.

A pesar del carácter cosmopolita que traen los códigos abstractos, muchos creadores dominicanos tienen, tras este lenguaje, el esquematismo geométrico de la herencia precolombina, la constante presencia de la estilización de las tallas africanas, y la perenne referencia al folklore del país. En este sentido es de destacar las deformaciones expresionistas y agresivas de Pichardo, en una creación que hace dialogar el drama y la ironía, y donde el rito, el folklore y la crítica social se exteriorizan. Su obra El sacrificio del chivo, de 1958, además de recoger cierta tradición del folklore dominicano, y de poner de relieve su ironía estética con sentido social, deviene en paradigma de la pintura dominicana moderna y desbroza un camino a seguir por otros creadores. Por otro lado, descolla la labor de prospección arqueológica de Giudicelli, que tras una estética abstracto-geométrica rescata del pasado el arte rupestre y el ritual indoantillano. Pichardo y Giudicelli resultan dos de los más importantes representantes de la auténtica pintura moderna dominicana. No menos es la pintura orgánica y sicológica de Ada Balcácer, “realizada en un clima de génesis fetales” y profundamente dramática, como la mayoría de la pintura dominicana (Suro).

Los avatares socio-políticos inciden en el campo de la cultura.

Los años sesenta dominicanos resultan bastante convulsos. Cuatro hechos marcan la década: asesinato del dictador Leónidas Trujillo (1961); golpe militar que derroca el gobierno constitucional de Juan Bosch (1963); estallido civil que exige una vuelta a la constitucionalidad (1965); y segunda intervención militar de los Estados Unidos (1965-1966). Todo bajo el aliento de cambio social que ofrecía la entonces joven y triunfante Revolución cubana, con sus propuestas de guerrilla urbana y rural.

Estos avatares socio-políticos, como es de esperar, inciden en el campo de la cultura: “un arte nuevo hecho por autodidactas y académicos apareció en pancartas y vallas callejeras, donde se trabajó la escala mural con realismo social o expresionismo desgarrado. Rostros deformados por el dolor, puños en alto, brazos levantando rifles, madres con niños muertos y un paisaje urbano lleno de edificios llameantes, fueron el sello distintivo de esta época” (Miller).

De la pléyade de nuevos artistas dominicanos que surgen en los años sesenta, debemos destacar a Ramón Oviedo (n.1927), José Rincón Mora (n.1938), Iván Tovar (n.1942), Cándido Bidó, Elsa Núñez y Soucy de Perellano.

Oviedo centra su obra en la crítica social, pintando con gruesos empastes sus dramáticas figuras, mientras que Bidó “retrata” a los obreros. Mora igualmente trabaja con gruesos empastes, enfatizando su expresionismo con el uso del color negro y del oro, y Núñez -con igual expresionismo que evoluciona hacia una abstracción más lírica- centra su interés en la figura femenina. Tovar deviene en uno de los más reconocidos neosurrealistas contemporáneos, mientras que Perellano experimenta con sus “esculto-pinturas” y el uso de placas radiográficas.

Muchos artistas de la generación del cincuenta regresan del exilio voluntario y se integran a esta vorágine cultural. Entre ellos, Fernando Peña (n.1928), Ada Balcácer (n.1930) y Silvano Lora (n.1931). Impresionados por la nueva situación, Peña y Lora, que trabajaban con los recursos expresivos del informalismo abstracto europeo, comenzaron a asumir los lenguajes de la nueva figuración. Los temas de Peña, pintados con mucha textura y en gran formato, se centran en el estudio del sincretismo religioso que practican algunos grupos sociales. Lora, por su parte, desarrolla un arte políticamente comprometido, y Balcácer -con un expresionismo muy personal- pinta un mundo que se mueve entre el mito y la fantasía. Junto a ellos se destaca otro veterano de los cincuenta, Domingo Liz (n.1931), quien, a la par de su obra escultórica, desarrolla un trabajo pictórico y dibujístico de base cubista, donde denuncia la cotidianidad de los barrios marginales.

Los artistas dominicanos de entonces -de diversas generaciones y de muy variadas líneas expresivas- se encontraron inmersos en un contexto socio-político que los hizo reflexionar sobre la función social que ellos ejercitaban.

Por estos años, Balcácer y Peña -junto a otros artistas de su generación y de la nueva generación de los sesenta- fundan el grupo Proyecta. Grupo que se propone experimentar con todo el instrumental expresivo que entonces se dominaba: desde el expresionismo y el abstraccionismo en todas sus variantes, hasta el collage y cualquier otra técnica alternativa. No obstante la búsqueda de nuevos estilos, los temas sociales predominarán y, con ellos, el expresionismo figurativo y el uso dramático del color y el empaste.

Algo de esta revuelta política-cultural (sobre todo su sentido de búsqueda de nuevas formas expresivas) y del trabajo en equipo, perduró en los años iniciales de la década del setenta. Una gran mayoría de los artistas de entonces surgen asociados a grupos como Reflejo (1971), Atlante (1972) y Grupo 6 (1976).

De esta década destacan las obras de Alberto Bass (1949), Antonio Guadalupe, Fernando Ureña, Alberto Ulloa, Dionisio Blanco, Manuel Montilla, Alonso Cuevas, Vicente Pimentel (n.1947), José García y Freddy Rodríguez. Entre los figurativos está Bass -el primero en realizar fotorrealismo en la isla-, Guadalupe, Ureña y Blanco. Montilla mezcla imágenes oníricas con símbolos de las culturas prehispánicas antillanas, mientras que Cuevas pinta grandes cuadros abstractos en los que incorpora símbolos étnicos. Entre los artistas abstractos destaca Pimentel, quien hace referencia a los símbolos de las culturas negras del país. García y Rodríguez también hacen abstracción, aunque a veces practican el expresionismo figurativo con el instrumental del ejercicio abstracto. “Realismo fantástico, neosurrelismo, abstraccionismo, son las tendencias pictóricas del momento” (Miller).

Hacia finales de los años setenta se consolida la democracia en República Dominicana. Hay un crecimiento industrial y de la inversión privada, un incremento de la clase media dominicana y por lo tanto del poder adquisitivo de esta gente. Ello incide sobre la demanda de la obra de arte y acarrea el boom de las galerías. El mercado artístico entroniza entonces el “arte” bonito, fácil, vacío de contenido. Generalmente una pintura que retoma -muchas veces con poco acierto técnico- aquellos temas académicos (paisajes, bodegones, retratos…) que ya no revelan las auténticas preocupaciones del artista contemporáneo.

Surge un arte disidente de fuerte agresión visual.

De modo que los años ochenta y noventa serán testigos de las respuestas artísticas ante el juego de tensión oferta-demanda, en medio del auge de una economía basada en el turismo y un mal gusto que se proyecta desde los medios de comunicación masiva. Surge un arte disidente de fuerte agresión visual a través de los más modernos lenguajes plásticos: “instalaciones, ambientes, esculturas móviles y penetrables, relieves y esculturas en cerámica van de la mano con una pintura que aborda la escala mural y con enormes dibujos y grabados en los que el hombre, formas orgánicas, religión y erotismo se visten de lenguajes surrealistas, expresionistas, abstractos e hiperrealistas” (Miller). En fin, se reivindicaba aquello de que la obra de arte es una provocación.

De estos últimos años destaca la labor de Carlos Despradel (n.1951), Belkis Ramírez (n.1957) y Jesús Desangles (n.1961).

Despradel es el primer ceramista que realiza escultura con esta técnica, y se interesa por el mundo mito-simbólico prehispánico dominicano, tema recurrente en la historia del arte de este país. Igualmente Desangles retoma el mundo aborigen, que reelabora mixtizándolo con todos aquellos elementos socio-culturales que definen el etnos dominicano: las referencias grecolatinas, la africanía y el espectro de imágenes que a diario engendra la cultura televisiva. Desde sus instalaciones, la artista gráfica Ramírez lanza su propuesta estética: un discurso crítico sobre la marginación que sufre la mujer latinoamericana.

La arquitectura moderna de la mano de Nechodoma.

En medio de la exuberancia ecléctica y neoclásica del panorama arquitectónico dominicano, común a toda el área, destaca una figura cara a la arquitectura del país: Antonin Nechodoma (1877-1928), arquitecto de origen checo, que vivió en su juventud en los Estados Unidos, y que finalmente se estableció entre República Dominicana y Puerto Rico.

Nechodoma intenta hallar un vínculo entre las propuestas funcionales de la arquitectura del norteamericano Frank Lloyd Wright (1869-1959), y la tradición vernácula del Caribe. Termina definiendo las premisas de la arquitectura residencial urbana, con ventanas continuas, techos volados, integración con la naturaleza, y cromatismo decorativo para tamizar la luz del trópico. De modo que sus casas establecen el vínculo entre las propuestas vernáculas de la región y los lenguajes del movimiento moderno que hacia finales de los años treinta toman fuerza.

El movimiento moderno no sólo es conocido por las publicaciones que circulan en el momento. La llegada de algunos profesionales vinculados a este movimiento, permite la entrada de estos nuevos códigos a República Dominicana. Tal es el caso de los españoles Benitez y Rexach, y del discípulo de Le Corbusier, Dunoyer de Segozac. Dentro de la línea del brutalismo lecorbusierano, Segozac diseña la Basílica de Higüey con arcos parabólicos de hormigón a la vista.

Será Guillermo González (1900-1968) el principal animador de este movimiento en la isla, seguido por los arquitectos Ruiz Castillo y Miguel Hernández. González, muy apegado a los cánones de Le Corbusier, ejecutará la casa de los Fiallo y diversos hoteles para el estado, donde cabe destacar el Jaragua -1942- y la Hispaniola -1955-. Su estética racionalista, muy apegada a las referencias ortodoxas -de volúmenes puros y lienzos blancos-, se tropicaliza con la presencia de diversos y continuos espacios interiores o patios, que recuerdan las tradiciones arquitectónicas locales.

Dentro del criterio de recuperación de valores vernáculos -traducidos en el uso de tramas que tamizan la luz, en la búsqueda de los espacios sombreados y en la articulación de la obra en el paisaje-, vale destacar los edificios del campus de la Universidad Católica Madre y Maestra, del arquitecto Francisco Camarena.

El proceso de tránsito entre la dictadura de Trujillo y la democracia -en República Dominica- culmina bien entrada la década del setenta. En ese lapso, no sólo concurren cambios de orden económico y social. El nuevo gobierno democrático inicia una campaña constructiva, que ya no sigue aquella antigua directriz del desarrollo urbano. Ya no interesa ese expresionismo estructural, esa monumentalidad dictatorial simbolizada en aquel costosísimo conjunto urbano llamado Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre (1956), que promovió Leónidas Trujillo. Más interesa, al decir de la crítica, una arquitectura que busque el prestigio de las obras correctas y bien construidas.

La obra arquitectónica más importante de este período, realizada en la década del setenta, es el Centro Cultural Juan Pablo Duarte. Un espacio público de uso cultural, construido por comitente estatal y compuesto por varios edificios. Se caracteriza por la textura de sus superficies y por las galerías exteriores que continúan hacia el interior de los bloques. Forman parte de este conjunto la Biblioteca Nacional, de Danilo A. Caro -edificio de estilo brutalista-; el Teatro Nacional, de Teófilo Carbonell; el Museo del Hombre Dominicano, de José A. Caro -bloque de estilo brutalista-; y la Galería de Arte Moderno, de J. A. Miniño -la construcción más creativa del conjunto-. Definitivamente, “es una obra de prestigio que intenta recuperar una imagen social positiva de la iniciativa gubernamental” (Segre).

Destaca también la sede del Banco Central, de los arquitectos R. Calventi y P. Piña. Es un edificio bajo, porticado, que se integra perfectamente a una plaza abierta dotada del necesario mobiliario urbano.

La migración masiva del hombre de campo a la ciudad, junto al crecimiento industrial y a una política populista que incrementa las facilidades educacionales, van a la par de un amplio programa de construcción de viviendas. De entre los conjuntos, también realizados en los años setenta, destacan las unidades Anabella I -del arquitecto Rafael Calventi- y Anacaona I -del arquitecto Eduardo Selman-, ambas en Santo Domingo. Estos conjuntos se caracterizan por ser sistemas abiertos de organización urbana, y por la elaborada composición plástica de los volúmenes.

Hacia los años ochenta, el historicismo, asumido por las nuevas estéticas de la arquitectura postmoderna, altera la forma de los edificios. Dentro de este lenguaje se encuentra el pabellón del Santo Domingo Country Club (1984), en Santo Domingo -del arquitecto Plácido Piña-; los apartamentos de Plaza Galván (1984), en Santo Domingo, y las residencias Costatlántica (1985), en Puerto Plata -ambas del arquitecto Marcelo Albuquerque-. Son obras que hacen referencia a la arquitectura vernácula local; en el caso del pabellón antes mencionado, se cita aquella tradicional arquitectura de madera -el ballom frame-, que estructura espacios continuos y articulados.

Otras veces se hace alusión -generalmente en las instalaciones turísticas- a esa arquitectura de madera, reminiscencia del sistema de cubiertas cónicas de la prehistoria antillana, que en realidad no tiene ninguna tradición, que sólo se encuentra en los libros de “crónicas de Indias”, y que deviene en espacio exótico para un turismo no avisado.

La auténtica arquitectura antillana busca una forma de construir sus espacios desde el estudio de sus tradiciones locales, y en su relación con los factores ecológicos. “Se trata de reinterpretar y madurar, en clave contemporánea, la articulación espacio exterior-interior, el vínculo con la naturaleza, la tamización de la luz tropical, la primacía de los espacios sociales, atributos que caracterizaron las estructuras ambientales del período colonial” (Segre). En ese sentido, vale destacar los logros del arquitecto Oscar Copa en su Casa de Campo La Romana; instalación turística excepcional por el uso de los componentes vernáculos: sucesión de espacios articulados, integración con el paisaje natural, y uso de materiales locales.

Madrid, 2005. arriba

 

 
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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso